El desierto aún huele a sueño y a luna mientras viajamos hacia Abu Simbel. El vehículo cruza el polvo de arena mientras lentamente, el dios Ra comienza a asomar entre las dunas, sabedor de su destino: iluminar al Rey de Reyes y a su amada esposa Nefertari.

Ramsés II, uno de los faraones más importantes del antiguo Egipto, fue quien levantó Abu Simbel, un complejo arquitectónico formado por dos templos excavados en la roca que se encuentran en la región de Nubia, a más de mil kilómetros al sur de El Cairo, en Egipto.

Con el paso del tiempo El templo ha estado a punto de desaparecer al menos en dos ocasiones: Abandonado, comenzó a enterrarse en la arena del desierto y quedó ignorado para los historiadores hasta que, en 1813, un suizo lo descubrió y compartió su descubrimiento con el explorador italiano Giovanni Belzoni, quien, tras un par e intentos fallidos, consiguió entrar en 1817 y se llevó todos los objetos de valor que pudo transportar.

La segunda vez que estuvo a punto de desaparecer fue en los años sesenta del siglo XX, cuando la construcción de la presa de Asuán, amenazó con sumergirlo bajo las aguas del lago. Sin embargo, y gracias al el rescate de un equipo multinacional de arqueólogos, ingenieros y operadores de equipo pesado que trabajaron juntos bajo el estandarte de la Unesco todo el complejo fue desmantelado, elevado y reensamblado en una nueva ubicación 65 metros más elevada y 200 metros más alejada del río.

Pero lo cierto es que ninguna de las dos amenazas pudo acabar con el secreto que guardan los templos, porque estos santuarios constituían la expresión material de la naturaleza divina de la pareja real que formaba el soberano con Nefertari, su esposa predilecta, y el papel esencial de la rica iconografía que adorna las paredes de ambos templos se consistía en el efecto de la «magia simpática» que se esperaba de ellos: lo que está representado existe, y lo que existe en las paredes de los templos es «operativo» («magia operativa») por toda la eternidad.
Por eso, en Abú Simbel, una vez al año, se celebraba una ceremonia fundamental para destacar el papel preponderante de los soberanos en la vida de Egipto y su asimilación definitiva con las grandes fuerzas cósmicas de las que dependía el país. Afirman los investigadores que en estos templos se celebraban los ritos más propicios para el regreso de las aguas que cada año aseguraban la existencia Egipto. La milagrosa inundación anual coincidía con el 19 de julio del calendario juliano y se anunciaba en el cielo de Egipto mediante la reaparición de la estrella Sothis (Sirio), que había desaparecido setenta días antes. Pocos instantes después de elevarse la estrella, y aproximadamente en el mismo lugar, surgía el sol en el horizonte. Ese famoso amanecer solar de Sirio anunciaba la renovación del mundo y el principio del año, y ese mismo día se celebraba la revigorización del rey, quien efectuaba una navegación mística por las aguas que regenerararían la tierra de sus antepasados.

Y por si esto fuera poco, otras dos veces al año sucede la magia. El templo fue construido con tal orientación que durante los días 21 de octubre y 21 de febrero (61 días antes y 61 días después del solsticio de invierno), los rayos solares penetran hasta el santuario, situado al fondo del templo, e iluminan tres de las cuatro estatuas sedentes: Amón, Ramsés II y Ra-Horakhti. La primera, la estatua del dios Ptah, el dios del inframundo, siempre permanece en penumbra.
Posiblemente, estos días correspondían respectivamente al inicio de dos estaciones para los egipcios: la de peret que es la germinación de las semillas y shemu que se corresponde con la recolección de la cosecha. Tras el desplazamiento del templo, el fenómeno solar ocurre dos días más tarde de la fecha original, pero el efecto sigue siendo impresionante.

Nada nuevo bajo Ra, porque estos juegos de luces solares y simbólicas ya lo practicaban nuestros antepasados prehistóricos en Europa. Sin embargo, la magia sigue presente aquí y allí, antes y ahora. Los rayos del sol penetrando en la oscuridad del templo, rasgando la oscuridad e insuflando a los dioses la vida para que la vida misma pueda desparramarse por el Nilo, por Egipto y por el mundo. Para que los dioses y los reyes y los hombres puedan celebrar eternamente el mito del eterno retorno.