La Capilla de los Huesos de Campo Maior

El lugar donde los muertos te esperan

Hay que tener bastante suerte  para poder entrar en la capilla de los huesos de Campo Maior, un encantador y fronterizo pueblecito portugués situado cerca de Badajoz.

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La capela dos ossos casi siempre está cerrada, y en numerosos viajes hemos tenido que conformarnos con contemplar la calavera humana que se asoma desde lo alto de la puerta y que nos cuenta que “esta capilla fue construida con los huesos de los fieles devotos de las almas del cementerio”.

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No es el único cráneo  que nos habla a los que estamos fuera, a los que no podemos entrar (al menos en esos momentos) en el reino de los muertos. En un ventanuco acristalado se alinea una hilera de cabezas descarnadas que macabramente nos avisan:

Nuestros huesos que aquí estamos

Por los vuestros esperamos

Un escalofrío te recorre la espalda, pero aun así, matarías por entrar. Y  veces hay suerte. A veces, alguien puede indicarte donde se encuentra la señora que tiene la llave, y quizás, solo quizás, pueda abrirte la puerta, y te permitan, tras descender unos pequeños escalones, entrar en este pequeño reino de la muerte.

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Dentro, cuando los ojos se acostumbran a la oscuridad, descubres los esqueletos de casi un millar de personas cubriendo las paredes y el techo de la extraña estancia: tibias, peronés, húmeros, calaveras que te observan con sus cuencas vacías…

 La construcción de esta macabra capilla data del siglo XVIII, concretamente de 1766. Y los huesos que recubren sus paredes y techo provienen de la exhumación de las víctimas de una terrible catástrofe que sacudió la villa en una tormentosa  madrugada de 1732.

Era el 16 de septiembre y el verano estaba dando sus últimos estertores. La tormenta avanzaba hacia la localidad. A lo lejos, se  escuchaban los sordos tambores de los truenos, mientras que los rayos, como serpientes luminosas, mordían veloces el polvo de los campos del Alentejo portugués.

A las 3 de la madrugada la tormenta envolvió el pueblo. El viento, que rugía entre las estrechas ventanas de las casas encaladas, no hacía más que presagiar la muerte que se acercaba cabalgando en las oscuras nubes.

El castillo de la villa adquiría tintes fantasmagóricos a la luz de los relámpagos.

 Y de pronto, la tragedia.

Un rayo entró, como un dardo perfecto y venenoso, en la torre del homenaje del castillo, donde por aquel entonces se encontraba el polvorín  con sesenta toneladas de pólvora y más de cinco mil cartuchos.

El estruendo de la detonación acalló a la tormenta.  Todo saltó por los aires. La explosión masacró a las dos terceras partes de la población y las pequeñas casitas encaladas estallaron en la noche, derrumbándose sobre sus habitantes. Del millar de viviendas que formaban la villa por aquel entonces, solo quedaron en pie doscientas.

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Los cuerpos de sus habitantes, víctimas de la tormenta, sirvieron treinta años después para construir esta capilla de los huesos, en memoria de las víctimas y de sus almas.

Algunos de los esqueletos que se mantienen enteros aún conservan restos de carne chamuscada… La tétrica capilla impresiona ahora e impresionó antes. Durante las guerras napoleónicas, el capitán John Patterson escribió que tenía un

“aspecto de lo más horroroso (…) que resultaba aún mas lúgubre por la tenue luz pálida que emitía una lámpara colgada del techo abovedado del sepulcro cadavérico”.

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Y damos fe de que todavía impresiona. Abandonamos la capilla de los huesos mientras cientos de calaveras nos contemplan con sus cuencas vacías y un susurro parece surgir de sus bocas descarndas:

  • Nos ossos que aquí estamos pelos vossos esperamos…

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