El imperio de la Muerte
Nos gusta rodearnos de huesos. Es una constante en nuestros viajes. Si cerca hay esqueletos, momias o amojamados, allí que no vamos de cabeza.
Y las catacumbas de París no podían escaparse. Así que, cansados de tanta torre Eiffel, tanta Ciudad de la Luz y tanto escaparate inalcanzable, descendemos entusiasmados los 131 escalones que nos separan del imperio de la muerte y nos adentramos expectantes en el subsuelo de la capital francesa, en su pasado y en el lugar de reposo de sus antepasados.

Las paredes revocadas de huesos, las calaveras que te miran con sus cuencas vacías, los carteles intimidantes que te reciben en las angostas galerías son un espectáculo difícil de olvidar, tan solo comparables a otro lugares que ya hemos visitado como la Capella dos osos de Campomaior, pero a lo bestia.

Como la capilla portuguesa, la principal función de esta macabra construcción fue la de la falta de espacio. Había tantos muertos que no cabían. Sin embargo, las catacumbas de París datan realmente de la época romana, cuando Paris no era Paris, sino Lutecia, y cuando comenzaron a utilizarse como canteras de piedra.
Con el paso del tiempo, esta red de túneles y pasadizos fue extendiéndose y en el siglo XVIII , cuando la población de la ciudad aumentó de una manera espectacular, se encontraron con el marrón de que en los cementerios de París ya no cabía ni un alma (nunca mejor dicho). Así que tuvieron que empezar a desalojar muertos de los camposantos y depositarlos en el subsuelo de la ciudad, a unos 20 metros bajo tierra, en esa red de laberíntica de túneles de la que son visitables menos de dos kilómetros y que alberga los restos de unos seis millones de parisinos.

Numerosos cuerpos sin nombre, huesos sin identidad y cráneos sin dueño conocido se agolpan en la oscuridad, pero al menos uno de ellos tiene nombre y apellidos, e incluso tumba propia: Se trata de Philibert Aspairt, un portero del Val de Grâce que en 1793, según cuenta la leyenda, bajó a buscar vino, al parecer escondido en una de las catacumbas, y se perdió. Fue encontrado trece años más tarde, y el inspector del Departamento General de Canteras mandó construir una tumba en su memoria. El lugar no es visitable, pero existe una extraña tribu urbana que no solo conoce la ubicación exacta de la tumba, sino que tiene el curioso ritual de beber un trago a la salud del portero cada vez que pasan a su lado: son lo Catáfilos.
Los Catáfilos, los exploradores de catacumbas
La magia de las catacumbas es tan adictiva que existe desde años un grupo urbano cuyos miembros se dedican a entrar en ellas a través de puertas y rincones secretos que solo ellos conocen y que van abriendo y cerrando por épocas para no levantar demasiadas sospechas.

Celebran dentro de las catacumbas fiestas privadas, raves, y reuniones, crean salas subterráneas con bibliotecas, dormitorios, cine y hasta salas de arte. La mayoría de ellos son auténticos conocedores del subsuelo parisino que llevan años recorriendo la red, aunque no todos los que se adentran de forma ilegal en las catacumbas saben lo que se hacen.
Hace unos años dos adolescentes tuvieron que ser rescatados por la policía gracias a perros rastreadores que tardaron cuatro horas en encontrarlos. Llevaban tres días deambulando por oscuros túneles y galerías inundadas, perdidos, desorientados y con síntomas de hipotermia, y a punto estuvieron de pasar a formar parte del selecto grupo de los desaparecidos en las catacumbas.

Sin duda, deberían haber leído, antes de adentrarse en las entrañas del inframundo, el mensaje que aparece en una de las entradas del osario: “Detente! Aquí empieza el imperio de la muerte”.