Penetrar en la ciudadela de Carcasona es adentrarte en la Edad Media por un túnel del tiempo en forma de castillo. Nada en su interior (excepto los viajeros) nos recuerda que estamos en el siglo XXI. El encanto de un tiempo detenido ocupa hasta el último de sus rincones, ganándose a pulso el título de Patrimonio de la Humanidad.

Rodeada por una doble muralla de tres kilómetros de longitud, en su interior se entremezclan calles angostas y tortuosas, fachadas con entramados, barrios de gremios y artesanos, castillos y basílicas.
Situada en el sur de Francia, en plena Occitania, el lugar comenzó a ser importante a partir del momento en el que los romanos fortificaron la cima de la colina, alrededor del año 100 a.N.E., y la convirtieron en el centro administrativo de la colonia de Iulia Carcaso, de donde procede su nombre histórico.

Pero la leyenda, como siempre, tiene otra versión mucho más emocionante y que transcurre en el siglo VIII, cuando la ciudad fue ocupada por los árabes, tras el hundimiento del reino visigodo a raíz de la invasión de la península Ibérica.
Cuentan en la ciudad que mientras el emperador Carlomagno asediaba Carcasona murió su defensor, el rey moro Ballak. Es entonces cuando su esposa, la legendaria “Dama Carcas» decide ocupar su lugar en la defensa de la ciudad.

Tras cinco años de asedio, el hambre vence a los últimos defensores. Sola, protegida tan solo por la pétrea dureza de las murallas que la circundan, La Dama Carcas coloca muñecos de paja en las ventanas y las almenas, y lanza flechas de ballesta contra el ejército sitiador para hacerles creer que la guardia sigue siendo numerosa.

En la ciudad sólo queda un cochinillo y una ración de trigo para dar de comer a toda la población. Entonces, Carcas tiene una ingeniosa idea y decide lanzar un órdago al enemigo: ceba el cochinillo con el trigo y lo lanza desde lo alto de la muralla.
Con el impacto, el cochinillo revienta y de sus tripas salen gran cantidad de cereales. Cuando Carlomagno contempla como los sitiados desperdician de esa manera los alimentos. tiene claro que su asedio no surge efecto alguno en los habitantes de la ciudad, que poseen aún tanto trigo que hasta los puercos se lo comen, y tienen tantos cerdos que se pueden permitir el lujo de arrojarlos como proyectiles…
El emperador decidió entonces retirar el asedio y abandonar la ciudad, y cuentan que mientras su ejército desaparecía en lontananza, La Dama Carcas hizo replicar todas las campanas de la ciudadela para celebrar la victoria. Desde entonces » Carcas sonne» («Carcas suena «), se convirtió en el nombre de la bella ciudad que con tanto empeño y astucia defendió una gran mujer y una magnífica estratega.