Llegamos a Tirgoviste a primera hora de la tarde. El sol dora las tumbas de la colina y la piedra rojiza de las ruinas. El espíritu de Drácula sobrevuela la torre Chindia, y en su interior, su retrato solemne y severo parece traspasarnos con sus ojos ciegos.
A estas alturas de la película todo el mundo sabe que el personaje de Drácula, creado para la literatura por Bram Stoker e icono ya del imaginario colectivo del mito vampírico, está basado en un personaje real: Vlad III, más conocido como Vlad Tepes (el Empalador) por su afición desmedida y sanguinaria a empalar al personal con si fueran pinchitos morunos.

Vlad Dracul, se crió en la corte de Tirgoviste, antes de que los turcos se lo llevasen de rehén. Cuando se hizo con el poder de Valaquia, muchos años después, volvió por estos pagos y levantó la Torre del Ocaso, o Torre Chindia, hoy símbolo de la ciudad y lugar de exposición de antiguos documentos y objetos de la época de Vlad en Empalador.
De su época en la ciudad perviven aún numerosas leyendas, a caballo entre la fantasía y la realidad, que dan fe del extraño carácter de Vlad, que revestía sus atrocidades de una pátina de justicia moral propia de un psicópata.
Las solteras que perdían su virginidad, esposas adúlteras y viudas alegres se les cortaban los pechos o los órganos sexuales o los senos, antes de ser empaladas “por do más pecado había”. Una de estas pobres mujeres de Tirgoviste fue además desollada y su piel expuesta en una mesa cercana.

Esa moral que Vlad quería imponer a sangre y fuego es la que barniza también la historia del comerciante florentino que se presentó en su castillo para denunciar que le habían robado una bolsa de monedas de oro. El príncipe le ordenó que volviera al día siguiente. Cuando el mercader retornó un día después, los ladrones y todos los miembros de su familia estaban empalados en el patio de castillo.
Frente a ellos, Vlad devolvió la bolsa robada, pidiéndole que contara las monedas para comprobar si faltaba alguna. El aterrorizado extranjero las contó cuidadosamente, y descubrió que había una moneda de más, comunicándoselo al vaivoda. Vlad le contestó satisfecho que su honradez le había salvado, y que si hubiera intentado quedársela, habría acabado en la estaca más alta, junto con el ladrón y su familia.
Otra versión afirma que este mismo comerciante italiano que volvía de Turquía tras vender sus valiosas mercancías, temeroso de los ladrones, pidió a Vlad que le cediese algunos sirvientes para proteger su dinero mientras atravesaba la región.
Vlad, en lugar de ofrecerle la ansiada protección, le ordenó dejar todas sus pertenencias en medio de la calle, sin guardias ni vigilantes. Al día siguiente encontró toda su fortuna intacta, sni que faltase una sola moneda.
Esta versión entronca con otra más conocida que afirma que era tal su crueldad con los ladrones y el miedo que inspiraba que dejó una copa de oro en la fuente de la plaza de Tirgoviste para que bebieran los sedientos viajeros, y que nadie se arriesgó a robarla hasta al muerte de Vlad.

También en Tirgoviste tuvo lugar otro de los episodios más sangrientos de su mandato. Corría el año 1459 cuando Vlad Tepes invitó a los boyardos a una cena de Pascua. ¿A cuántos voivodas habéis visto pasar? Preguntó Vlad al terminar la cena. Varios nobles mencionaron a seis, a ocho. Los más ancianos recordaban hasta treinta. Vlad sonrió mientras preguntaba “¿y no os parecen demasiados? Si han sido tantos es por culpa de vuestra infamia y vuestra traición».
El empalador, haciendo honor a su apodo, ordenó atravesar con estacas los cuerpos de los más ancianos, mientras que a los jóvenes les perdonó la vida y los envió a construir diversas fortificaciones como la de Poienari, situada en lo alto de una montaña, y en cuyas obras murieron los que habían sobrevivido a la cena de Pascua.
El sol comienza a ocultarse tras la colina, y las sombras se alargan y se afinan en los muros ruinosos como enormes estacas fantasmales. De repente hace frío. Apretamos el paso. Será mejor que emprendamos el camino hacia Transilvania antes de que caiga la noche.
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