Tengan cuidado al bajar los estrechos escalones. Estamos descendiendo y los ojos tienen que habituarse a la oscuridad para poder descubrir que al fondo, el altar, está hecho de calaveras…
Hoy nos hemos acercado a un bello jardín en medio de la Alcarria. En Pastrana, ciudad de la enigmática Princesa de Éboli, se encuentra el monasterio de El Carmen, fundado por otra española igual de enigmática: Santa Teresa de Jesús.
El cerro en el que nos encontramos es el mismo sobre el que se levantaba la originaria ermita de San Pedro, y no es un cerro cualquiera. Cuenta la leyenda que fue aquí donde Juan Giménez, un vecino de Pastrana, profetizó la fundación del monasterio. Tuvo una visión en la que un palomar de palomas bravas que allí había se convertía en lugar de palomas mansas y blancas, “que con su vuelo alcanzarían el cielo”.
Lo maravilloso no fue solo esa extraña profecía, sino que, como se afirma en el Tomo I de la Historia de los Carmelitas, en numerosas ocasiones muchos testigos vieron salir de una cueva de este cerro una procesión de religiosos “vestidos de buriel áspero, capas blancas, pies descalzos y velas encendidas en las manos” que dando una vuelta por el cerro se recogían en el palomar.
En otros lugares de España (más al oeste o más al norte de Guadalajara) seguramente a esta procesión de frailes se le hubiese tomado por la Santa Compaña, la procesión de ánimas que recorren los caminos con velas en las manos, pero aquí se tuvo como un prodigio claro que señalaba el lugar sagrado.
Así que fue alrededor de la ermita de San Pedro, ya existente en la Edad Media, donde surgió la idea de colocar la que luego sería el Convento del Carmen. Y bajo la ermita y la roca de toba sobre la que se sustenta encontramos la cueva de San Juan de la Cruz, donde dice la tradición que el fraile abulense, en su época de maestro de novicios en este convento, se retiraba a meditar durante breves temporadas.
Allí, en la oscuridad de la gruta, incrustados en un rústico altar, los cráneos de los que nos precedieron parecen mirarnos desde sus órbitas vacías. Y gritar, con sus mandíbulas desencajadas, aquello que siempre parecen decir los muertos: “Los huesos que aquí estamos, por los vuestros esperamos”. Háganles caso y pasen a contemplarlos.